Regresó el ‘Terror del Garden’ al Bernabéu. Mientras medio país le estaba animando a un plan de jubilación demasiado adelantado, su pegada confirmó que sin él todo huele a tierra quemada. Es el derecho divino que sólo se le puede atribuir al digno sucesor de Alfredo Di Stéfano. Las coartadas de los ingratos caen como castillos de naipes: 1) que si no marcaba goles decisivos. El de Lisboa valió una Champions, el hat trick del derbi enterró al sector cafre de twitter; 2) que si su físico se oxida. Quizás, pero mientras Benzema, Bale y medio vestuario visita a menudo la enfermería, los médicos tienen que convencerle para dosificar sus ansias. Cristiano Ronaldo ya no tiene la explosividad de Bale, de acuerdo, pero su instinto depredador sigue intacto. Ancelotti le sugirió amablemente probar de delantero centro y el portugués lo rechazó sin titubeos. Prefiere seguir cabalgando a treinta metros de la portería y no perder el oficio de francotirador. Con los años Leo Messi ha retrocedido su posición (acabará en la baldosa desde donde se manejaba Xavi Hernández) y Cristiano ahora es más decisivo rematando hasta un microondas desde el punto de penalti.
A Cristiano le suelen preguntar en zona mixta por qué nunca descansa. “Estoy bien, no hay motivo para parar”. Lo dice el mejor profesional de su oficio; entregado al culto de su cuerpo mañana, tarde y noche; obsesionado con romper la barrera del sonido y sacudirse las habladurías de segundón. En sus primeros años Rafa Nadal descansaba entre punto y punto lanzando bolas a los recogepelotas; era su manera de mantener el ritmo. Para CR7, cada jugada requiere su presencia porque él siempre está dispuesto a pedir el balón: un salto imposible, un paso atrás para cargar el tomahawk…Un ex peso pesado del vestuario cuenta que, durante las dos primeras temporadas de Mourinho, su fijación con ser el número uno llegaba a límites insospechados. Por ejemplo, cenar durante una concentración viendo al Barça en televisión, y tirar la servilleta al suelo instantes después de un gol de Messi. Y aunque su egolatría le ha causado odios por muchos campos, las ansias de superación mantienen su voracidad de tiburón blanco, sin que ningún Jefe Brody lo haya arponado todavía. A partir de hoy calibrará sus fusiles para la cacería del Camp Nou, y anoche le demostró a Florentino Pérez una teoría peligrosa para un club de casi 600 millones: el Madrid es Cristiano por tierra, mar y aire. Sin él, se asoma al Apocalipsis. Aunque lo misma dirán los merengues del Barça sin Messi. Sólo la estrella lusa puede evitar un cataclismo en el club y las supuestas terribles consecuencias en la planta noble del Bernabéu.
Rompe récords a la misma velocidad que agita pasiones y odios. Cristiano superó a Raúl con un promedio brutal y todavía arrastrará grilletes. Las plumas más afiladas le recriminan que trescientos y pico goles sólo han regalado una liga en siete años; su guardia pretoriana justifica la existencia de su antihéroe, Leo Messi, como Sebatian Coe necesitó a Steve Ovett para agigantar su grandeza. Le han llamado “goleador de partidos pequeños”: la memoria a corto plazo ignora su salto de gimnasta en aquella final de Copa de Mestalla o el último gol que enmudeció al Camp Nou y metió al Madrid en una liga inimaginable. Hay gente para todo. Llegará a cuatrocientos goles y aún sonará ese runrún ensordecedor y casposo de que juega para sí mismo. Es el tendido siete del Bernabéu que llegó a sospechar del mito Di Stéfano. Ya lo repite Manolo Sanchís hasta la saciedad: “Si han pitado a ‘La Saeta’, quién se puede librar”.